Una vez más, llegó a su casa vacía. Vacía la casa. Vacía ella. Una noche más, se quitó, uno a uno, los siete abrazos que la habían arropado en la milonga. Incluso el que le había regalado él, ahora que ya no era él. Uno a uno, esos abrazos cayeron al suelo como trapos gastados. Una vez más, como una noche más.
Sin querer darse cuenta, sus pies cansados y desnudos caminaron sobre esa alfombra de abrazos, pisoteando recuerdos, pateando emociones bajo la cama. Se descubrió totalmente desnuda frente al espejo, frente a sí misma. Sin abrazos que la vistieran. Sin voces que le cantaran. Sin violines que la invitaran.
Recorrió su cuerpo con la mirada. La suya. Lo recorrió milímetro a milímetro. Y se vio más sola, más desnuda. Aún. Intentó mirarse como lo hacía él cuando todavía era él. Al fin consiguió verse con sus ojos. Los de él. Y se vio bella, mágica, luminosa.
Cerró los ojos. Quería soñar que sus manos eran las suyas. Las de él. Y con ellas recorrió su piel, milímetro a milímetro, como lo hacía él en los días en que aún era él. Y al tocar su piel la sintió joven y suave y amable. Amable de amar.
Cuando recobró su mirada, cuando recuperó sus manos, dio la espalda al espejo y volvió sobre sus pasos. Revolvió esos trapos en busca de aquel abrazo. Pero ya eran sólo trapos. Volvió a cerrar los ojos. Esta vez, con la ilusión de ver el perfume. Pero los trapos sólo olían a olvido.
A la mañana siguiente, cuando despertó del llanto, recogió los trapos, uno a uno, los tiró a la basura y, una vez más, como un día más, se fue a trabajar.
Jorge Gómez Monroy
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