No se rozan nuestras manos mientras ponemos el mantel sobre la mesa desde hace ya mucho tiempo. Demasiado tiempo ha transcurrido desde que no se encuentran nuestras manos bajo las sábanas. Ya… ni compartimos sábanas.
Se añoran los tiempos en que el postre era compartido, e inacabado. Quisiera encontrar el tiempo que el vino sabía a la transparencia de sus ojos, y la música era una rememoración de los momentos compartidos. Mientras desayunaba, recogía con su índice algunos granos de azúcar que reposaban en la mesa, queriendo, con ese gesto, guardar la dulzura que escapó de aquellas paredes.
A luz del vestidor, con el vestido rojo, muy corto sobrepuesto, vio que escondía lo que era, con lo que iba a ser. Quería encontrar esa belleza con la que se la había ensalzado y escuchar la respuesta de un espejo, qué más da si era un mentiroso, que dejó hace tiempo de ser mágico. Quería recordar que era importante, porque ya olvidó si lo había sido. Deshizo los pasos a pies descalzos, alejando lo que iba a ser de su cuerpo y buscando, entre ropa ejecutiva de hombre, una corbata, de color de la hierba recién cortada, para ponerla junto a la camisa de excesiva pureza y el traje de mar muerto. Colores, sólo necesitaba volver a encontrar los colores.
En la habitación de invitados, se escuchaba la respiración entrecortada de su marido durmiendo. Ya vestida, maquillada, y dubitativa, encendió un cigarrillo que iba camuflando el olor a soledad, llenando los pulmones con algo más que el aire que no se compartía.
Sin poder haber dormido, los tacones resonaban en el bloque de pisos, resonaron sobre la acera desierta de una ciudad que no había acabado de despertar. Aún las farolas alumbraban el gris asfalto, formando una sombra que iba cambiando de posición con la forma de un vestido rojo, muy corto. Avanzaba ella, y su sombra, a veces se quedaba atrás, en un pasado que no dejaba de ser presente, como le avanzaba a la velocidad del arrepentimiento.
Pidió un café, en una cafetería de esquina, dejando una pequeña mancha de carmín en la taza, buscando despertar, a golpe de cafeína, aquellos sentimientos que le dormían a gritos las noches mal dormidas.
Justo en la puerta de entrada del hotel, es el punto de reunión. Allí se encontrará esperando, mientras espero saber, si es sólo la tozudez de beberse un deseo, o una almohada que poder abrazar cada noche.
Jaime Ernesto
Justo en la puerta de salida - 2º parte
El breve vuelo del vestido rojo corto dejó su color difuminado durante unos breves instantes en el aire, alumbrando su atención, haciendo que cada onda del pelo anochecido de la mujer formase un mar de tormenta al alba de su descubrimiento.
Sus manos quedaron temblorosas, mientras el café bamboleaba dentro de la taza, manchada de carmín. Sintió que su interior se desplomaba, que su mente se nublaba. Soltó la taza y el plato se mezcló con la transparencia del café. Desanudó de un breve tirón la corbata de suave seda, del color de la hierba recién cortada, que le apretaba el cuello. Veía las imperfecciones en la limpieza de los cristales que hacían de pared en aquel café de esquina, viendo la dolorosa nitidez de la escena. Los ojos eran un vaso que no supieron contener el líquido en su interior, y podría definir en qué punto exacto su corazón quedó atravesado, al igual que el sol atravesaba el vestido rojo marcando la figura de una esposa al trasluz de las manos de otro cuerpo.
No existen dudas más dolorosas que las que no puedes preguntar, ni razones más insensatas que las que no puedes encontrar. Buscaba a palpas, cómo un interruptor en lugar desconocido, las razones por las que estaba viendo a su mujer justo a la puerta de salida de un hotel.
Hacía demasiado que la distancia era evidente, que no conseguían estar más de cinco minutos juntos, que no quedaba el postre inmaculado por culpa de la pasión. No discutían, porque ya no hablaban. Desde hacía mucho tiempo él había encontrado refugio en su trabajo, dedicándole todas las horas que podía y cada fin de semana, que se convirtieron en sumas continuadas de la huída de su casa. Dudaba, mientras hacía esta reflexión cual era la verdad. Su trabajo se convirtió en su amante. Su mujer era el esfuerzo diario.
Mientras el taxi que le devolvería a su oficina transitaba a ritmo de despedida, miraba las terrazas en la línea del horizonte de los edificios, buscando una ventana que le mostrase las vistas de lo perdido, buscando una nube con forma de pasado, y unas cortinas del color de sus labios tras la copa de vino. Volvería a cenar sólo en una cocina junto al trabajo atrasado y dormiría en la cama que se suponía a los invitados. Pero esa noche pensaría, que dos habitaciones más allá, su mujer dormiría abrazada a una almohada que no le representaba, y que en el gran vestidor, descansaría un vestido rojo corto de vuelo, que hacía juego con todo lo que había tenido.
Jaime Ernesto
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