Luci siempre había velado por aquellos a los que amaba, guiada sin querer ser guiada, como un faro que evita que los bajeles perdiesen el rumbo y encallasen por culpa de su propio peso, iluminando sus almas sin iluminarse nunca a sí misma.
Sólo la luna se percataba de su tristeza y compartía su silencio, cuando mostraba su cara plena y comprensiva. Sólo el cielo, con sus diamantinos ojos brillantes, era capaz de entender la soledad de su corazón.
Luci lloraba por dentro y por fuera, porque sus pasos servían de camino momentáneo a quienes se cruzaban en su vida, pero cuando miraba hacia delante no encontraba huellas en las que ella pudiese meter los pies.
Luci quería con locura, se entregaba con pasión, reía con ganas, pero no sabía ser feliz. ¿O no quería? Siempre dudó porque siempre tuvo cierta sensación de “autoboicot”. De que, cuando tenía la oportunidad, el miedo irracional la embargaba e impulsaba sus pies en la dirección opuesta.
Era lista, sensible y curiosa, de eso no cabía duda. Se preguntaba el porqué del mundo pero siempre con tristeza. Sin embargo, nunca le habían dado las herramientas para aventurarse a responder esas preguntas y el pánico terminaba siempre atenazando su corazón, que había recubierto con una eficaz corteza de indiferencia.
Por eso se evadía en mundos imaginarios, música estridente y cotidianidad.
No dejaba que nadie atravesase esa coraza porque tenía miedo. ¿Al compromiso? ¿A que le hiciesen daño?
Seguramente a todo eso y mucho más le tenía miedo la pequeña Luci. Pero había algo que aterraba profundamente a ese corazón inquieto, por encima de las demás cosas: La decepción propia y ajena; el darse cuenta, algún día de otoño, de que era absolutamente incapaz de amar.
Fernando Díez
No hay comentarios:
Publicar un comentario