Unos dedos que se aprietan en su antebrazo, tirando de ella hasta levantarla del suelo, casi parece que va a desarmarse, hasta aterrizar en el pecho de su padre, notar cómo se aferran sus brazos a ella, y sentir el viento que golpea sobre su cara.
Ese es el primer recuerdo que guarda. Después de ese, todos se convirtieron en una sucesión de huídas. Pasó su vida entre allí y allá, sin encontrar reposo en ningún lugar. Nunca tuvo el cariño de una almohada dos noches seguidas, ni supo si amanecía de la misma forma en el mismo lugar. Su madre quedó en el recuerdo de algún andén del olvido. Con su pelo del color del sol sobre un campo de trigo, agitando la mano, fabricando un adiós. Buscó a su padre en las palabras, pero nunca le encontró en la explicación. Sólo sabía que huía. Huía. Huía.
Unos dedos se apretaron al antebrazo, tirando de ella, hasta dejarla clavada en el suelo. Su padre paró en la huída, la miró, comprendió y asintió. Desapareció doblando una esquina para no volver a aparecer nunca más. En la mano que le sujetó quiso encontrar la pausa que nunca había tenido, quería olvidar la costumbre de ser una sombra siempre inquieta. Quería respirar en los actos sencillos, de dormir sin que sea un sobresalto el despertador, cocinar pudiendo saborear los olores. Había vivido con la excesiva prisa de la huída, y con ello, las comparaciones siempre quedaban detrás. No encontró un uno más uno, porque todo se resumió en uno.
— Pero no puedo saber cuánto me quieres.
Más que ayer. Era la única contestación que él creía posible. Consciente, que la medida seguía siendo imprecisa. Quiso encontrar un metro para poder situar junto a él cada milímetro de amor, pero no quería sacarlo de dentro de sus entrañas. También, creía, que podía perderse si salía de dentro de él, y no quería arriesgarse a perderlo por poder medirlo. Tampoco sabía cómo verter su amor dentro de una vasija, y es que cada milímetro se le hacía tan precioso, que no se convencía de vomitar algo tan preciado, ni era riesgo de que se evaporase a rayos de una Luna tímida. Así, cada noche, mientras las sábanas cogían instintivamente la forma de ella, él desaparecía por las escaleras del sótano, convencido de que la quería más que ayer, y que debajo de que cada haber, se escondía un hacer.
Cuando la senectud ya no era un destino, se sentó frente a ella en la mesa que se había impregnado de largos años de recuerdos. Un aparato brillaba bajo su sonrisa, y su mano, puesta sobre la mano de ella, comenzó a temblar de excitación.
— Lo encontré.
— Sabía que lo harías.
— Sólo era cuestión de buscar entre las moléculas de amor que se esconden en la sangre. Era el único secreto, lo demás, lo llevo todo expuesto.
Los canos pelos del pecho escapaban del botón desabrochado. Una aguja atravesó su piel justo donde el corazón latía más fuerte. De allí, escapó una gota de sangre, quedó atrapada juguetonamente en la aguja, hasta precipitarse en el aparato. Se escuchó un pitido. Acercándose las gafas leyó, moviendo unos labios mudos, con la tranquilidad de la edad.
— ¿Cuánto me quieres?
— Más que ayer.
Ella sonrió convencida de la respuesta. Se levantó apoyándose en el bastón de él, encontrando el apoyo que hubo después de huir. Él se apoyó en el bastón de ella, recostando sus años de pausa. Caminaron hacia el atardecer tantas veces repetido, en busca del sol que calentara todo el amor que quedaba, que era, menos del que se guardó ayer.
Jaime Ros
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