La recordaba en la casa de Villa Ballester, corriendo tras ella entre los pinos del ancho parque. Las fiestas de cumpleaños, los globos de colores.
Aquella tarde, ayudó a su madre a preparar las valijas, luego el aeropuerto y su mano agitándose en el adiós.
Y su madre no regresó. Luego todo se perdía, en una bruma sin memoria.
Carina quedó a cargo de la abuela materna. Creció con ella, en el caserón familiar, que parecía desmayarse entre las viejas calles de Belgrano, con sus veredas oscuras sembradas de plátanos y paraísos.
Cada vez que entraba al living, la pintura con la imagen de su madre atraía su mirada, con su belleza y el gesto tierno de su boca.
No sabía si era su imaginación; pero en ese cuadro la sonrisa de su madre cambiaba, sus ojos la seguían, decidió sentarse frente a ella y esperar un milagro. Cerró los ojos y al abrirlos algo fantástico inundó el ambiente, penetró en un mundo mágico. Su madre se sentó a su lado, la cubrió de besos y su voz la envolvió como una caricia. Desde el fondo del tiempo regresaron los recuerdos, el calor de sus manos y su perfume a rosas. No lo comentaría con la abuela ni con la tía Mariana, no quería terminar como su padre. Su padre… él no soportó la pérdida de su esposa. Eran tan felices, que nunca entendió el final de ese amor. Se hundió en una depresión profunda y la tía Mariana creyó que lo mejor era internarlo.
De la mano de la abuela, Carina iba a visitarlo, él la esperaba sentado en el parque, ella corría a sus brazos. Él la acariciaba, pasaba su dedo índice por su cara y sonreía, nunca hablaba. Luego la tomaba de la mano y paseaban por el sendero de tierra que se perdía entre sauces y acacias. Carina le hablaba del colegio, de la abuela y él escuchaba y sonreía. La niña regresaba con un montón de preguntas que su abuela respondía siempre igual: No sé.
Cada tarde, la abuela subía al primer piso, cedían sus flacos huesos a una siesta merecida. Carina tomaba asiento en el sillón del living y la pintura tomaba vida, un perfume a rosas crecía en el ambiente y arcano diseñaba lo irreal. Su mamá se sentaba a su lado, le hablaba, sonreía, acariciaba su pelo y la besaba. El misterio tejía una vida diferente y las dos bailaban tomadas de las manos. Y se abrían solos los pesados cortinajes, y la luz de la tarde entraba, iluminando cada rincón.
El sonido de los pasos en la escalera quebraba el encanto. Al llegar al vigésimo cuarto escalón, todo regresaba a la normalidad y la magia quebraba su cristal, cuando la voz de la abuela la llamaba a merendar. El encanto duraba el tiempo de una siesta.
Escondida detrás de la puerta de la cocina, Carina escuchaba, hablaban de ella. La voz de la tía Mariana era casi un susurro. La abuela lloraba. Logró escuchar frases sueltas: no puede vivir aquí… necesita otra cosa… es un buen colegio… pupila…
Comprendió que querían cambiar su mundo, la iban a encerrar en un internado y ya no volvería a estar con su madre, no bailarían juntas, ni a estar entre sus brazos. Nunca más su perfume a rosas.
Esa noche su sueño fue inquieto, despertó varias veces rodeada de una negrura que sólo quebraba las dentelladas de luz del foco de la calle, moviéndose con el viento y entrando curiosas por la ventana.
A la hora de la siesta, la escuchó subir los peldaños, más lenta que otras tardes.
En la planta baja, Carina tomó asiento en el sillón, cerró los ojos y esperó. Comenzó la magia. Las manos oliendo a rosas acariciaron su cara, abrió los ojos y se abrazó a su mamá, repitiendo entrecortadamente las palabras que había escuchado de la tía Mariana. Su madre sonrió y tomándola de la mano la hizo girar. Carina olvidó sus temores y se dejó llevar, bailaron flotando en el aire. Eran dos mariposas disfrutando la primavera. Las cortinas se abrieron, la luz de la tarde barrió la vejez de los muebles. Se abrieron las ventanas, las rejas cayeron como espadas sobre la tierra del jardín y la voz de su madre surgió clara:
—Es hora de volar mi niña.
Y volaron.
La abuela va a la cocina y prepara la merienda. Llama a Carina y no tiene respuesta. Va al living. La ventana abierta de par en par la sorprende, descubre el cuadro en el suelo, la imagen se ha quebrado. La niña no está. La busca, la llama, pero no aparece.
Ha salido a la calle, murmura. Se asoma a la ventana, imposible, las rejas son fuertes, las puertas están cerradas. No ha podido salir. Vuelve a llamarla. Silencio en el viejo caserón.
Recorre nuevamente cada habitación, cada rincón, grita su nombre. Carina no está en la casa. La abuela cae pesadamente en el sillón. El perfume a rosas la sorprende, lo reconoce y se pone de pie, sin verla la presiente.
Comprende.
Nuevamente en un último esfuerzo grita el nombre de su nieta. Le responde el silencio.
Llama a la tía Mariana y se sienta a esperar.
María Rosa