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Heidi se despertó en su nuevo hogar sintiéndose muy contenta. Entonces oyó fuera un silbido.
Era Pedro, el chico que guardaba las cabras, que había venido en busca de Flor y Mariposa para conducirlas a los elevados pastos de las montañas.
Heidi se vistió con toda rapidez y corrió afuera.
—¿Te gustaría subir a la montaña con Pedro y las cabras? —preguntó abuelo Anselmo.
Heidi aceptó encantada, diciendo:
—¡Sí, sí, abuelo!
—Cuida bien de Heidi —dijo el anciano a Pedro mientras le entregaba una bolsa con el almuerzo de Heidi— Y no dejes que se caiga o se lastime.
Era una mañana muy hermosa. El sol brillaba intensamente sobre las verdes laderas y relucía sobre los picos cubiertos de nieve. Heidi correteaba y brincaba por entre las flores silvestres. Se detuvo para recoger en su delantal unas gencianas de un color azul oscuro, unas delicadas prímulas rojas y unas exquisitas jaras. Las llevaría a casa y las colocaría sobre su lecho de heno para que pareciera un prado.
Pedro se alegraba de contar con la simpática compañía de Heidi en la solitaria montaña, y estaba satisfecho de poder mostrarle todas las cosas que él conocía. Le enseñó una hondonada donde muchas flores de diversos colores ofrecían sus pétalos al sol.
Le indicó dónde crecían las hierbas silvestres de fragante aroma. Le enseñó a pronunciar los nombres de las cabras y cómo silbar para llamarlas. Heidi no paraba de correr entre los animales, charlando con cada uno de ellos.
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De pronto, Copito de Nieve, la más pequeña de las cabras, se puso a balar.
—¿Por qué gime? —preguntó Heidi.
—Porque la semana pasada vendieron a su madre en la ciudad. Supongo que debe sentirse abandonada.
—Pobre Copito de Nieve —dijo Heidi, abrazándose al cuello de la cabra—. Vendré a verte todos los días y hablaré contigo para que no te sientas abandonada.
Al llegar a los pastos que había en la cima, Pedro halló un lugar apropiado para sentarse a almorzar. Comieron su pan con queso y tomaron su leche de cabra, y luego se quedaron dormidos bajo el cálido sol.
De pronto, el sonido de unas alas que se agitaban despertó a Heidi.
—¡Pedro, Pedro! ¡Despierta! —Pedro corrió junto a Heidi y ambos observaron a un águila inmensa que volaba sobre sus cabezas. El animal fue remontándose hasta alcanzar el pico más elevado, donde ni siquiera en verano se derretía la nieve.
Cuando la luz del sol empezó a declinar, las montañas comenzaron a adquirir una tonalidad cada vez más rojiza.
—¿Es que están ardiendo? —preguntó Heidi.
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—No, siempre se ponen así a la caída de la tarde. Es el sol que se despide de ellas con un beso.
Cogidos de la mano, Heidi y Pedro emprendieron el regreso a la casita del abuelo.
Cuando divisaron al anciano, sentado bajo los abetos, fumándose su larga pipa, Heidi corrió a saludarle, seguida por Flor y Mariposa. Pero antes se despidió de Pedro:
—Buenas noches, Pedro. Buenas noches, Copito de Nieve.
—Buenas noches, Heidi —respondió Pedro.
Todos los días, volvía Heidi a las montañas con Pedro y sus cabras. Mas llegó el otoño y con él unos vientos muy fuertes que hacían que los abetos frente a la casita del abuelo suspiraran y gimiesen.
—Sopla ahora un viento demasiado fuerte para que puedas subir a la montaña —dijo un día abuelo Anselmo.
Y Heidi se quedó en casa para ayudar a su abuelo a hacer manteca, yogur y queso con la leche de las cabras. Pero le entristecía no poder acompañar a Pedro y a las cabras a la montaña. Pedro también la echaba de menos. Hasta las cabras parecían más contentas cuando Heidi iba con ellas y las acariciaba.
Pero una mañana Pedro no se presentó a buscar a Flor y Mariposa. La escuela de Dorfli había vuelto a abrirse y Pedro tenía que asistir a clase todos los días. El otoño dio paso al invierno y Heidi se quedó en casa sin salir, pues una espesa capa de nieve cubría la solitaria montaña y rodeaba la casita.
-¿Puedo ir a visitar a Pedro y a su abuelita? —preguntó Heidi.
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—El camino está cerrado —dijo abuelo Anselmo, intentando hacerla desistir de su empeño.
—Pero yo quiero ir. —Pues yo no quiero llevarte. Las gentes de Dorfli no me tienen simpatía y no me encuentro a gusto allí.
Pero Heidi insistió tanto que al fin el abuelo, a regañadientes, sacó su gran trineo de madera y cogió una gruesa manta. Envolvió a Heidi en ella y se montó con la niña en brazos en el trineo.
El trineo se deslizaba velozmente por la nieve y Heidi exclamó entusiasmada: —¡Oh, parece que estemos volando!
El anciano la dejó justamente ante la puerta de la casita de Pedro.
—Estaré de vuelta a las cinco, Heidi. Espérame en lo alto del camino. —Y se volvió hacia la montaña arrastrando el trineo.
—Hemos oído hablar mucho de ti, Heidi —dijo la madre de Pedro al abrirle la puerta. Luego se volvió hacia una delicada anciana que estaba sentada en una silla. La anciana tendió sus manos a Heidi y dijo:
—¿Qué aspecto tiene, Ursula?
—Tiene el pelo oscuro y rizado y carita de traviesa —dijo la madre de Pedro.
—Acercaré la lámpara usted misma pueda verme —dijo Heidi. Pero la abuela movió la cabeza y respondió: —Hace mucho que mis pobres ojos no ven nada.
—¿Cómo? —exclamó Heidi asombrada—. ¿Ni siquiera la nieve..., ni las encendidas montañas cuando el sol se despide de ellas con un beso?
—No, niña. Estoy siempre sumida en la oscuridad. Pero no es tan terrible. Ojalá que Pedro aprendiera de una vez a leer.
Echo de menos el oír las palabras escritas en mis viejos libros.
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Heidi estaba muy apenada. Apoyó la cabeza en el regazo de la abuela y rompió a llorar.
Afuera, el viento silbaba y los postigos batían las ventanas. Pedro regresó de la escuela cuando el sol declinaba.
Heidi debía ya marcharse.
—¡Vuelve pronto! —dijo la abuela, mientras Heidi salía corriendo para encontrarse con abuelo Anselmo, quien la estaba esperando en lo alto del camino.
El anciano guardó silencio mientras Heidi le contaba lo humilde que era la familia de Pedro. Cuando volvieron a visitarlos, el abuelo llevó sus herramientas para realizar las reparaciones que fueran necesarias en casa de Pedro. Todos los habitantes de Dorfli se enteraron de la buena obra de abuelo Anselmo y estaban asombrados del cambio que se había operado en el anciano.
Heidi vivía feliz con su abuelo y se criaba fuerte y sana respirando el aire puro de las montañas. Pero un día, después de haber cumplido los siete años, se presentó su tía Adela, que se tocaba con un enorme sombrero adornado con una pluma.
—He venido a llevarme a Heidi —dijo nada más entrar. Tío Anselmo la miró pasmado.
—No quisiste acogerla cuando la traje aquí, y ahora he venido a llevármela conmigo. Heidi agarró con fuerza la mano de su abuelo. No deseaba regresar a la ciudad con su tía Adela.
—Sé que tu no la envías a la escuela dijo ésta a su abuelo-¿Te das cuenta de que eso va contra la ley y podrían enviarte a la cárcel?
Adela tomó la otra mano de Heidi y añadió:
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—He encontrado una acaudalada familia en Francfurt que quieren que vayas a vivir con su hija inválida para hacerle compañía. A cambio de eso, ¡harán de ti una señorita!
—¡No me lleves, tía Adela! ¡Por favor, no me lleves!
El tío Anselmo se paseaba arriba y abajo de la estancia gritando y maldiciendo. Pero Adela estaba decidida a llevarse a Heidi. Estuvieron discutiendo y chillando hasta que el anciano, enfurecido, exclamó:
—¡Pues vete de una vez, y no vuelvas a aparecer por aquí con ese ridículo sombrero y esa ridicula pluma! —Y dando un portazo salió de la casita.
Adela sacó del armario las cosas de Heidi e hizo con ellas un fardo. Luego tomó a la niña de la mano y se la llevó montaña abajo hasta la estación del ferrocarril en Dorfli. Cuando vio aproximarse el tren, Heidi se puso a llorar desconsoladamente. No quería dejar a sus amigos en las montañas para regresar a la sombría ciudad.
Cuando el tren salió de la estación,
Heidi se despidió con la mano de las montañas.
—Volveré —murmuró—. ¿Verdad que podré volver, tía Adela?
(¿Regresará Heidi algún día a su hogar en las montañas?
Lo sabréis próximamente...........
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